LAS "CATETAS"




Alguien me preguntó un día: "¿Tú de qué pueblo eres, Eva?", yo me quedé que no sabía qué responder. Una chica nacida y criada donde comienza la Calle San Antón, educada de cabo a rabo en "El Carmelo", cuando El Carmelo era El Carmelo, el de Recogidas, que sólo salió de allí para casarse y vivir en Pedro Antonio de Alarcón, esquina a Plaza Menorca, y que una vez separada, vivía a tan sólo dos manzanas de allí... ¿Cómo osaban preguntarme cuál era el pueblo en que yo naci?. Sonreí y dije: "No, no, yo soy de Granada capital". ¡Qué pena! -contestaron-. ¡Tienes que adoptar un pueblo, el que sea!. ¡Tú y tu hija necesitáis un pueblo!. ¿Vosotras sois de pueblo? -me atreví a preguntar-. ¡Claro! -respondieron muy ufanas-. Mis ojos no daban crédito a lo que estaba sucediendo.
La conversación entre mis dos compañeras catetas prosiguió por un buen rato bajo su extrañeza por no ser yo cateta y mi sorpresa por tal extrañeza. Lo que estaba sucediendo delante de mis ojos no tenía ningún sentido, era una estupidez; están locas o quieren justificar el ser catetas -pensé-; ¡quién necesita un pueblo en el que no hay nada qué hacer más que limpiar y cocinar por la mañana, por la tarde planchar y a media tarde sentarse a criticar en la puerta de casa, "al fresquito"!; en un pueblo yo estaba segura que acabaría asfixiándome. Yo las miraba y no entendía cómo habían podido nacer en un pueblo porque tenían todo el porte y el talante de las pijas muy pijas, de las de cuna, no de esas tantas/os que hay por ahí, del "quiero y no puedo". No salía de mi asombro. Ellas se reían y contaban anécdotas que habían vivido en sus respectivos pueblos, me decían lo muy queridas que se sentían por los lugareños, y lo mucho que esperaban sus hijos cualquier fin de semana o las vacaciones para poder ir al pueblo a ver a sus amigos, a los animales, al huerto, a jugar con las gallinas -sus pueblos eran muy pequeños, de los pocos que quedan de verdad-, y yo empecé a echar de menos el que mi hija hubiera podido disfrutar de todo eso que ellas contaban, de la libertad de dejarlos correr en el huerto sin miedo a que me la quitaran, a circular tranquilamente, a patinar por el asfalto, a jugar con las bicis como si fueran caballeros subidos en sus imponentes corceles, o aparcarlas en cualquier acera para intercambiar confidencias de un invierno sin verse, sin miedo a que me la atropellaran porque apenas existían coches en ellos, ... Mi hija había disfrutado de prácticamente todo en la vida, podría asegurar que había muy pocas cosas de la que ella careciera: cariño, paseos, montaña, campamentos, playa, juguetes, atenciones,..., de todo, excepto algo muy importante que para mí entonces no existía... SU PUEBLO. Entonces entendí lo que me decían y deseé ser cateta como ellas y que mi hija lo fuera más que yo aún.
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