Cuando era niña, no era el jugar con muñecas lo que más me gustaba, sino los puzles, los juegos de mesa y cosas así. Sin embargo, tengo que reconocer que me llamaba la atención el hecho de que a todas mis amigas les gustara estar ensalzadas con los muñecos fregándolos a todo trapo con el estropajo la carita y el culete -pobre de él si fuera realmente un niño de verdad, pensaba-. Le daban de comer, fregaban contentas lo que se suponía que era la cocinita... Yo las observaba desde lejos y hasta hubo momentos en que intenté mimetizarme y colaborar en su juego, pero nada. Las vería y me preguntaba qué había tan divertido en todo aquello, en algo tan aburrido para mí. Siempre era lo mismo, el niño llora, el niño se hace pis, cambia al niño, regáñale al niño porque se ha portado mal, pégale al niño porque se ha hecho caca, haz la comida que viene pepito y tiene que estar muy rica... ¡qué estrés, Dios mío! ¡Con lo a gusto que yo estaba tranquilamente buscando el trozo azul oscuro de mar negro en mi puzle" A mí me daba igual pensar que al tal pepito no le gustara la comida que yo haría -si no le gustaba, que la hiciera él, pensaba-, igual que la casita estuviera sucia -si era una porquería de casita, entre otras cosas porque no era una casita, sino el suelo que mantenía la preciosa y diminuta vajilla que mis padres me habían regalado, de loza como estaba mandado. Era como la de casa pero pequeña, muy pequeña, con dibujos de flores y muy cursi, como debían de ser las cosas de las niñas entonces. Si fuese la casita que construía San José, otro gallo cantaría! ¡Esa sí que la arreglaría yo! Casa bonita la de el supuesto niño llorara, si fuera un niño de verdad hubiera acudido al instante, pero ¡un muñeco!, valiente tontería y aburrimiento

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